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Cuento: El gigante egoísta (Oscar Wilde)

Cuentos y relatos con enseñanza. De mi pluma o los que más me gustan, narrados por mí o por amigos.

December 28, 2021

Cada tarde, a la salida de la escuela, los
niños se iban a jugar al jardín del Gigante.
Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y
suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se
abrían flores luminosas como estrellas, y había
doce albaricoqueros que durante la Primavera
se cubrían con delicadas flores color rosa y
nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos
frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con
tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar
para escuchar sus trinos.
—¡Qué felices somos aquí! —se decían
unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había
ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los
últimos siete años. Durante ese tiempo ya se
habían dicho todo lo que se tenían que decir,
pues su conversación era limitada, y el Gigante
sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando
en el jardín.
—¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz
retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
—Este jardín es mío. Es mi jardín propio
—dijo el Gigante—; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar
aquí.
Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
"ENTRADA ESTRICTAMENTE
PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES".
Era un Gigante egoísta...
Los pobres niños se quedaron sin tener
donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en
la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba
plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba
el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
—¡Qué dichosos éramos allí! —se decían
unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la
comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños,
los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor
se asomó entre la hierba, pero apenas vio el
cartel, se sintió tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse
dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto,
eran la Nieve y la Escarcha.
—La Primavera se olvidó de este jardín
—se dijeron—, así que nos quedaremos aquí
todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran
manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los
árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con
ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento
del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo
rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
—¡Qué lugar más agradable! —dijo—.
Tenemos que decirle al Granizo que venga a
estar con nosotros también.
Y vino el Granizo también. Todos los
días se pasaba tres horas tamborileando en los
tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar
vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que
podía. Se vestía de gris y su aliento era como el
hielo.
—No entiendo por qué la Primavera se
demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante
Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía
su jardín cubierto de gris y blanco, espero que
pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni
tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
—Es un gigante demasiado egoísta—
decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante
quedó para siempre sumido en el Invierno, y el
Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la
Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la
cama todavía cuando oyó que una música muy
hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce
en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey
de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era
sólo un jilguerito que estaba cantando frente a
su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su
jardín, que le pareció escuchar la música más
bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo
su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y
un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
—¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la
Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama
para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los
árboles. En cada árbol había un niño, y los
árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flo-
res y balanceaban suavemente sus ramas sobre
sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy
bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era
el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que
no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el
niño daba vueltas alrededor del viejo tronco
llorando amargamente. El pobre árbol estaba
todavía completamente cubierto de escarcha y
nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía
sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a
punto de quebrarse.
—¡Sube a mí, niñito! —decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el
niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
—¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—.
Ahora sé por qué la Primavera no quería venir
hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y
después voy a botar el muro. Desde hoy mi
jardín será para siempre un lugar de juegos
para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que
había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el
jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se
aterrorizaron, salieron a escape y el jardín
quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no
vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le
acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre
sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar
en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron
corriendo alegremente. Con ellos la Primavera
regresó al jardín.
—Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y tomando un
hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía
al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso
que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al
llegar la noche los niños fueron a despedirse
del Gigante.
—Pero, ¿dónde está el más pequeñito?
—preguntó el Gigante—, ¿ese niño que subí al
árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros,
porque el pequeño le había dado un beso.
—No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.
—Díganle que vuelva mañana —dijo el
Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían visto
antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los
niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más
chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo
volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy
bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se
acordaba de él.
—¡Cómo me gustaría volverle a ver! —
repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante
se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no
podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón,
miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
—Tengo muchas flores hermosas —se
decía—, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la
ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores
estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los
ojos, maravillado y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba
viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores
blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de
ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol
estaba parado el pequeñito a quien tanto había
echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuan-
do llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira,
y dijo:
—¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había
huellas de clavos en sus pies.
—¿Pero, quién se atrevió a herirte? —
gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
—¡No! —respondió el niño—. Estas son
las heridas del Amor.
—¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? —
preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le
dijo:
—Una vez tú me dejaste jugar en tu
jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío,
que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde
encontraron al Gigante muerto debajo del
árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto
de flores blancas.

Cuento: El Rey Loco

Cuento escrito por mi hermano https://www.youtube.com/channel/ucybftjdfiekrwanrbna3f8a una historia emocionante, un final inesperado, una moraleja que siempre te acompañará después de escuchar este cuento. Estas son sus palabras: " He tenido este cuento gestándose en mi corazón desde hace un par de años y ahora que ha visto la luz estoy seguro de que será de gran ayuda para todos aquellos que entendemos que tenemos diariamente una lucha interior entre el hombre viejo y el hombre nuevo, la carne y el espíritu, el bien que quiero hacer y el mal que, a menudo, acabo haciendo. Te animo a leer el cuento con un corazón de niño que aún sabe dejarse atrapar por una buena historia, pero, lo que es más importante, que cada vez que sientas que tu propio Rey Loco quiere tomar el trono de tu vida le ordenes: ¡A la cárcel, de donde nunca tienes permiso de salir! Y que dejemos que la sabiduría y bondad de Dios gobiernen nuestro caminar, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". https://www.youtube.com/channel/ucybftjdfiekrwanrbna3f8a

Cuento: "El alfarero mágico"

Escrito por Lorena Pareja y con la producción de David Parra. Un cuento en el que los niños pueden aprender sobre su identidad como niños y niñas y que les advierte de aquellos que quieran abusar de ellos. Simpático, franco y valiente en este tiempo en el que hay tanta confusión y ataques a la pureza e inocencia de nuestros hijos. Es un cuento para que los padres o abuelos escuchemos con nuestros hijos y después comentarlo.

Cuento: "El estudiante" (A.Chejov)

El estudiante Anton Chejov En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo, igual que si soplaran en una botella vacía. Una becada inició el vuelo, y un disparo retumbó en el aire primaveral con alegría y estrépito. Pero cuando oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo y frío viento del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario. Olía a invierno. Iván Velikopolski, estudiante de la academia eclesiástica, hijo de un sacristán, volvía de cazar y se dirigía a su casa por un sendero junto a un prado anegado. Tenía los dedos entumecidos y el viento le quemaba la cara. Le parecía que ese frío repentino quebraba el orden y la armonía, que la propia naturaleza sentía miedo y que, por ello, había oscurecido antes de tiempo. A su alrededor todo estaba desierto y parecía especialmente sombrío. Sólo en la huerta de las viudas, junto al río, brillaba una luz; en unas cuatro verstas a la redonda, hasta donde estaba la aldea, todo estaba sumido en la fría oscuridad de la noche. El estudiante recordó que cuando salió de casa, su madre, descalza, sentada en el suelo del zaguán, limpiaba el samovar, y su padre estaba echado junto a la estufa y tosía; al ser Viernes Santo, en su casa no habían hecho comida y sentía un hambre atroz. Ahora, encogido de frío, el estudiante pensaba que ese mismo viento soplaba en tiempos de Riurik, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande y que también en aquellos tiempos había existido esa brutal pobreza, esa hambruna, esas agujereadas techumbres de paja, la ignorancia, la tristeza, ese mismo entorno desierto, la oscuridad y el sentimiento de opresión. Todos esos horrores habían existido, existían y existirían y, aun cuando pasaran mil años más, la vida no sería mejor. No tenía ganas de volver a casa. La huerta de las viudas se llamaba así porque la cuidaban dos viudas, madre e hija. Una hoguera ardía vivamente, entre chasquidos y chisporroteos, iluminando a su alrededor la tierra labrada. La viuda Vasilisa, una vieja alta y robusta, vestida con una zamarra de hombre, estaba junto al fuego y miraba con aire pensativo las llamas; su hija Lukeria, baja, de rostro abobado, picado de viruelas, estaba sentada en el suelo y fregaba el caldero y las cucharas. Seguramente acababan de cenar. Se oían voces de hombre; eran los trabajadores del lugar que llevaban los caballos a abrevar al río -Ha vuelto el invierno -dijo el estudiante, acercándose a la hoguera-. ¡Buenas noches! Vasilisa se estremeció, pero enseguida lo reconoció y sonrió afablemente. -No te había reconocido, Dios mío. Eso es que vas a ser rico. Se pusieron a conversar. Vasilisa era una mujer que había vivido mucho. Había servido en un tiempo como nodriza y después como niñera en casa de unos señores, se expresaba con delicadeza y su rostro mostraba siempre una leve y sensata sonrisa. Lukeria, su hija, era una aldeana, sumisa ante su marido, se limitaba a mirar al estudiante y a permanecer callada, con una expresión extraña en el rostro, como la de un sordomudo. -En una noche igual de fría que ésta, se calentaba en la hoguera el apóstol Pedro -dijo el estudiante, extendiendo las manos hacia el fuego-. Eso quiere decir que también entonces hacía frío. ¡Ah, qué noche tan terrible fue esa! ¡Una noche larga y triste a más no poder! Miró a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y preguntó: -¿Fuiste a la lectura del Evangelio? -Sí, fui. -Entonces te acordarás de que durante la Última Cena, Pedro dijo a Jesús: «Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte». Y el Señor le contestó: «Pedro, en verdad te digo que antes de que cante el gallo, negarás tres veces que me conoces». Después de la cena, Jesús se puso muy triste en el huerto y rezó, mientras el pobre Pedro, completamente agotado, con los párpados pesados, no pudo vencer al sueño y se durmió. Luego oirías que Judas besó a Jesús y lo entregó a sus verdugos aquella misma noche. Lo llevaron atado ante el sumo pontífice y lo azotaron, mientras Pedro, exhausto, atormentado por la angustia y la tristeza, ¿lo entiendes?, desvelado, presintiendo que algo terrible iba a suceder en la tierra, los siguió… Quería con locura a Jesús y ahora veía, desde lejos, cómo lo azotaban… Lukeria dejó las cucharas y fijó su inmóvil mirada en el estudiante. -Llegaron adonde estaba el sumo pontífice -prosiguió- y comenzaron a interrogar a Jesús, mientras los criados encendieron una hoguera en medio del patio, pues hacía frío, y se calentaban. Con ellos, cerca de la hoguera, estaba Pedro y también se calentaba, como yo ahora. Una mujer, al verlo, dijo: «Éste también estaba con Jesús», lo que quería decir que también a él había que llevarlo al interrogatorio. Todos los criados que se hallaban junto al fuego le miraron, seguro, severamente, con recelo, puesto que él, agitado, dijo: «No lo conozco». Poco después, alguien lo reconoció de nuevo como uno de los discípulos de Jesús y dijo: «Tú también eres de los suyos». Y él lo volvió a negar. Y por tercera vez, alguien se dirigió a él: «¿Acaso no te he visto hoy con él en el huerto?». Y él lo negó por tercera vez. Justo después de eso, cantó el gallo y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las palabras que él le había dicho durante la cena… Las recordó, volvió en sí, salió del patio y rompió a llorar amargamente. El Evangelio dice: «Tras salir de allí, lloró amargamente». Así me lo imagino: un jardín tranquilo, muy tranquilo, y oscuro, muy oscuro, y en medio del silencio apenas se oye un callado sollozo… El estudiante suspiró y se quedó pensativo. Vasilisa, que seguía sonriente, sollozó de pronto, gruesas y abundantes lágrimas se deslizaron por sus mejillas mientras ella interponía una manga entre su rostro y el fuego, como si se avergonzara de sus propias lágrimas. Lukeria, por su parte, miraba fijamente al estudiante, ruborizada, con la expresión grave y tensa, como la de quien siente un fuerte dolor. Los trabajadores volvían del río, y uno de ellos, montado a caballo, ya estaba cerca y la luz de la hoguera oscilaba ante él. El estudiante dio las buenas noches a las viudas y reemprendió la marcha. De nuevo lo envolvió la oscuridad y se entumecieron sus manos. Hacía mucho viento; parecía, en efecto, que el invierno había vuelto y no que al cabo de dos días llegaría la Pascua. Ahora el estudiante pensaba en Vasilisa: si se echó a llorar es porque lo que le sucedió a Pedro aquella terrible noche guarda alguna relación con ella… Miró atrás. El fuego solitario crepitaba en la oscuridad, y a su lado ya no se veía a nadie. El estudiante volvió a pensar que si Vasilisa se echó a llorar y su hija se conmovió, era evidente que aquello que él había contado, lo que sucedió diecinueve siglos antes, tenía relación con el presente, con las dos mujeres y, probablemente, con aquella aldea desierta, con él mismo y con todo el mundo. Si la vieja se echó a llorar no fue porque él lo supiera contar de manera conmovedora, sino porque Pedro le resultaba cercano a ella y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que había ocurrido en el alma de Pedro. Una súbita alegría agitó su alma, e incluso tuvo que pararse para recobrar el aliento. “El pasado -pensó- y el presente están unidos por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que surgen unos de otros”. Y le pareció que acababa de ver los dos extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, vibraba el otro. Luego, cruzó el río en una balsa y después, al subir la colina, contempló su aldea natal y el poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una luz púrpura y fría. Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en el huerto y en el palacio del sumo pontífice, habían continuado sin interrupción hasta el tiempo presente y siempre constituirían lo más importante de la vida humana y de toda la tierra. Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo tenía veintidós años), y una inefable y dulce esperanza de felicidad, de una misteriosa y desconocida felicidad, se apoderaron poco a poco de él, y la vida le pareció admirable, encantadora, llena de un elevado sentido. FIN