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Cuento: El regalo de los Reyes Magos (O. Henry)

Cuentos y relatos con enseñanza. De mi pluma o los que más me gustan, narrados por mí o por amigos.

William Sydney Porter, conocido como O. Henry, (11 de septiembre de 1862, Greensboro, Carolina del Norte, Estados Unidos-5 de junio de 1910, Nueva York, Estados Unidos), fue un escritor estadounidense. Es considerado uno de los maestros del cuento. Su admirable tratamiento de los finales narrativos sorpresivos popularizó en lengua inglesa la expresión «un final a lo O. Henry» (an O. Henry ending).[1]
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre, Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando Henry tenía tres años, su madre murió de tuberculosis y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela paterna. Henry era un gran lector y alumno estudioso que se graduó en la escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto Calle Linsey. En 1879 empezó a trabajar como contable en la farmacia de un tío suyo y en 1881, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó al condado de LaSalle, Texas en 1882, trabajando en un rancho de ovejas. Posteriormente, en 1884, se trasladó a la ciudad de Austin, donde residió en casa de un amigo durante tres años. Uno de los habitantes de esa vivienda era un gato llamado Henry, y de la expresión «¡Oh, Henry!» surgió el seudónimo que inmortalizó al narrador. Es en esta época cuando comienzan sus problemas con el abuso en el consumo de alcohol; también es cuando aprende a dominar el idioma español. En 1887, se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia adinerada. En 1888, Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva hija: Margaret.
En 1894, Porter fundó un semanario humorístico llamado The Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston, donde fue periodista en el Houston Post.
En Austin, O. Henry desempeñó diversos oficios, entre ellos trazador de planos en la General Land Office y desde 1891, como cajero del First National Bank, en donde se produciría el suceso más trascendental de toda su vida: O. Henry fue acusado en 1895 de apropiarse de un caudal de dinero que tenía bajo su responsabilidad. Si bien muchos autores ponen en tela de juicio la culpabilidad del escritor, lo cierto es que tras advertir que sería arrestado por desfalco, en la víspera del juicio O. Henry decidió abandonar su país en julio de 1896 y se embarcó vía Nueva Orleans con destino a Honduras.
Pasó cerca de siete meses viviendo en Honduras, principalmente en Trujillo. Más tarde escribió cuentos que tenían lugar en el pueblo de Coralio (basado en el pueblo real de Trujillo) en un ficticio país de América Central llamado Anchuria (basado en el país real de Honduras). La mayor parte de esos cuentos aparecen en el libro Cabbages and Kings.
Poco o nada se conoce de su vida en Centroamérica, hasta que en febrero de 1897 se entera de que su mujer estaba agonizando en la ciudad de Austin, por lo que O. Henry debió tomar la decisión de volver a EE. UU. para estar junto a su esposa poco antes de su muerte, acaecida el 25 de julio de 1897. Menos de un año después, el escritor es capturado por la justicia por el desfalco del First National Bank y condenado a una pena de cinco años de prisión en la penitenciaria nacional de Columbus (Ohio), en la que ingresó en 1898 y donde estuvo detenido por tres años, hasta que se le concedió la libertad por buena conducta.
O. Henry comenzó a escribir relatos cortos durante su estancia en la cárcel para poder ganar el dinero para mantener a su hija. En 1899, uno de sus relatos, «Whistling Dick's Christmas Stocking», llegó a ser publicado por una conocida revista de la época: el McClure's Magazine.
Cuando cumplió su pena, en 1901, cambió definitivamente su nombre, William Sydney Porter, por el de O. Henry, acaso con la intención de borrar las sombras de su pasado. Se trasladó ese mismo año a Nueva York en donde vivió hasta su muerte.
En Nueva York, la ciudad que el escritor amaba y escenario de muchas de sus narraciones, O. Henry obtuvo el reconocimiento por parte del público, aunque su relativa fama y su éxito literario nunca le brindaron un bienestar económico, en gran medida debido a su afición a la bebida. En efecto, existe una anécdota que dice que su relato más famoso, «El regalo de los Reyes Magos» (considerado por los críticos como uno de los mejores), fue escrito bajo la presión de un plazo de entrega, en tan solo tres horas y acompañado de una botella entera de whisky.
Desde diciembre de 1903 hasta enero de 1906 escribió un cuento a la semana para el New York World.
Contrajo nuevas nupcias en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus cuentos (o tal vez precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo abandonó en 1909.
O. Henry murió un 5 de junio de 1910 a causa de una cirrosis hepática. Se celebró su funeral en Nueva York y fue sepultado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter, murió en 1927 y fue inhumada junto a su padre.

Cuento: El Rey Loco

Cuento escrito por mi hermano https://www.youtube.com/channel/ucybftjdfiekrwanrbna3f8a una historia emocionante, un final inesperado, una moraleja que siempre te acompañará después de escuchar este cuento. Estas son sus palabras: " He tenido este cuento gestándose en mi corazón desde hace un par de años y ahora que ha visto la luz estoy seguro de que será de gran ayuda para todos aquellos que entendemos que tenemos diariamente una lucha interior entre el hombre viejo y el hombre nuevo, la carne y el espíritu, el bien que quiero hacer y el mal que, a menudo, acabo haciendo. Te animo a leer el cuento con un corazón de niño que aún sabe dejarse atrapar por una buena historia, pero, lo que es más importante, que cada vez que sientas que tu propio Rey Loco quiere tomar el trono de tu vida le ordenes: ¡A la cárcel, de donde nunca tienes permiso de salir! Y que dejemos que la sabiduría y bondad de Dios gobiernen nuestro caminar, por el Espíritu Santo que nos ha sido dado". https://www.youtube.com/channel/ucybftjdfiekrwanrbna3f8a

Cuento: "El alfarero mágico"

Escrito por Lorena Pareja y con la producción de David Parra. Un cuento en el que los niños pueden aprender sobre su identidad como niños y niñas y que les advierte de aquellos que quieran abusar de ellos. Simpático, franco y valiente en este tiempo en el que hay tanta confusión y ataques a la pureza e inocencia de nuestros hijos. Es un cuento para que los padres o abuelos escuchemos con nuestros hijos y después comentarlo.

Cuento: "El estudiante" (A.Chejov)

El estudiante Anton Chejov En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo, igual que si soplaran en una botella vacía. Una becada inició el vuelo, y un disparo retumbó en el aire primaveral con alegría y estrépito. Pero cuando oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo y frío viento del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario. Olía a invierno. Iván Velikopolski, estudiante de la academia eclesiástica, hijo de un sacristán, volvía de cazar y se dirigía a su casa por un sendero junto a un prado anegado. Tenía los dedos entumecidos y el viento le quemaba la cara. Le parecía que ese frío repentino quebraba el orden y la armonía, que la propia naturaleza sentía miedo y que, por ello, había oscurecido antes de tiempo. A su alrededor todo estaba desierto y parecía especialmente sombrío. Sólo en la huerta de las viudas, junto al río, brillaba una luz; en unas cuatro verstas a la redonda, hasta donde estaba la aldea, todo estaba sumido en la fría oscuridad de la noche. El estudiante recordó que cuando salió de casa, su madre, descalza, sentada en el suelo del zaguán, limpiaba el samovar, y su padre estaba echado junto a la estufa y tosía; al ser Viernes Santo, en su casa no habían hecho comida y sentía un hambre atroz. Ahora, encogido de frío, el estudiante pensaba que ese mismo viento soplaba en tiempos de Riurik, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande y que también en aquellos tiempos había existido esa brutal pobreza, esa hambruna, esas agujereadas techumbres de paja, la ignorancia, la tristeza, ese mismo entorno desierto, la oscuridad y el sentimiento de opresión. Todos esos horrores habían existido, existían y existirían y, aun cuando pasaran mil años más, la vida no sería mejor. No tenía ganas de volver a casa. La huerta de las viudas se llamaba así porque la cuidaban dos viudas, madre e hija. Una hoguera ardía vivamente, entre chasquidos y chisporroteos, iluminando a su alrededor la tierra labrada. La viuda Vasilisa, una vieja alta y robusta, vestida con una zamarra de hombre, estaba junto al fuego y miraba con aire pensativo las llamas; su hija Lukeria, baja, de rostro abobado, picado de viruelas, estaba sentada en el suelo y fregaba el caldero y las cucharas. Seguramente acababan de cenar. Se oían voces de hombre; eran los trabajadores del lugar que llevaban los caballos a abrevar al río -Ha vuelto el invierno -dijo el estudiante, acercándose a la hoguera-. ¡Buenas noches! Vasilisa se estremeció, pero enseguida lo reconoció y sonrió afablemente. -No te había reconocido, Dios mío. Eso es que vas a ser rico. Se pusieron a conversar. Vasilisa era una mujer que había vivido mucho. Había servido en un tiempo como nodriza y después como niñera en casa de unos señores, se expresaba con delicadeza y su rostro mostraba siempre una leve y sensata sonrisa. Lukeria, su hija, era una aldeana, sumisa ante su marido, se limitaba a mirar al estudiante y a permanecer callada, con una expresión extraña en el rostro, como la de un sordomudo. -En una noche igual de fría que ésta, se calentaba en la hoguera el apóstol Pedro -dijo el estudiante, extendiendo las manos hacia el fuego-. Eso quiere decir que también entonces hacía frío. ¡Ah, qué noche tan terrible fue esa! ¡Una noche larga y triste a más no poder! Miró a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y preguntó: -¿Fuiste a la lectura del Evangelio? -Sí, fui. -Entonces te acordarás de que durante la Última Cena, Pedro dijo a Jesús: «Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte». Y el Señor le contestó: «Pedro, en verdad te digo que antes de que cante el gallo, negarás tres veces que me conoces». Después de la cena, Jesús se puso muy triste en el huerto y rezó, mientras el pobre Pedro, completamente agotado, con los párpados pesados, no pudo vencer al sueño y se durmió. Luego oirías que Judas besó a Jesús y lo entregó a sus verdugos aquella misma noche. Lo llevaron atado ante el sumo pontífice y lo azotaron, mientras Pedro, exhausto, atormentado por la angustia y la tristeza, ¿lo entiendes?, desvelado, presintiendo que algo terrible iba a suceder en la tierra, los siguió… Quería con locura a Jesús y ahora veía, desde lejos, cómo lo azotaban… Lukeria dejó las cucharas y fijó su inmóvil mirada en el estudiante. -Llegaron adonde estaba el sumo pontífice -prosiguió- y comenzaron a interrogar a Jesús, mientras los criados encendieron una hoguera en medio del patio, pues hacía frío, y se calentaban. Con ellos, cerca de la hoguera, estaba Pedro y también se calentaba, como yo ahora. Una mujer, al verlo, dijo: «Éste también estaba con Jesús», lo que quería decir que también a él había que llevarlo al interrogatorio. Todos los criados que se hallaban junto al fuego le miraron, seguro, severamente, con recelo, puesto que él, agitado, dijo: «No lo conozco». Poco después, alguien lo reconoció de nuevo como uno de los discípulos de Jesús y dijo: «Tú también eres de los suyos». Y él lo volvió a negar. Y por tercera vez, alguien se dirigió a él: «¿Acaso no te he visto hoy con él en el huerto?». Y él lo negó por tercera vez. Justo después de eso, cantó el gallo y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las palabras que él le había dicho durante la cena… Las recordó, volvió en sí, salió del patio y rompió a llorar amargamente. El Evangelio dice: «Tras salir de allí, lloró amargamente». Así me lo imagino: un jardín tranquilo, muy tranquilo, y oscuro, muy oscuro, y en medio del silencio apenas se oye un callado sollozo… El estudiante suspiró y se quedó pensativo. Vasilisa, que seguía sonriente, sollozó de pronto, gruesas y abundantes lágrimas se deslizaron por sus mejillas mientras ella interponía una manga entre su rostro y el fuego, como si se avergonzara de sus propias lágrimas. Lukeria, por su parte, miraba fijamente al estudiante, ruborizada, con la expresión grave y tensa, como la de quien siente un fuerte dolor. Los trabajadores volvían del río, y uno de ellos, montado a caballo, ya estaba cerca y la luz de la hoguera oscilaba ante él. El estudiante dio las buenas noches a las viudas y reemprendió la marcha. De nuevo lo envolvió la oscuridad y se entumecieron sus manos. Hacía mucho viento; parecía, en efecto, que el invierno había vuelto y no que al cabo de dos días llegaría la Pascua. Ahora el estudiante pensaba en Vasilisa: si se echó a llorar es porque lo que le sucedió a Pedro aquella terrible noche guarda alguna relación con ella… Miró atrás. El fuego solitario crepitaba en la oscuridad, y a su lado ya no se veía a nadie. El estudiante volvió a pensar que si Vasilisa se echó a llorar y su hija se conmovió, era evidente que aquello que él había contado, lo que sucedió diecinueve siglos antes, tenía relación con el presente, con las dos mujeres y, probablemente, con aquella aldea desierta, con él mismo y con todo el mundo. Si la vieja se echó a llorar no fue porque él lo supiera contar de manera conmovedora, sino porque Pedro le resultaba cercano a ella y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que había ocurrido en el alma de Pedro. Una súbita alegría agitó su alma, e incluso tuvo que pararse para recobrar el aliento. “El pasado -pensó- y el presente están unidos por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que surgen unos de otros”. Y le pareció que acababa de ver los dos extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, vibraba el otro. Luego, cruzó el río en una balsa y después, al subir la colina, contempló su aldea natal y el poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una luz púrpura y fría. Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en el huerto y en el palacio del sumo pontífice, habían continuado sin interrupción hasta el tiempo presente y siempre constituirían lo más importante de la vida humana y de toda la tierra. Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo tenía veintidós años), y una inefable y dulce esperanza de felicidad, de una misteriosa y desconocida felicidad, se apoderaron poco a poco de él, y la vida le pareció admirable, encantadora, llena de un elevado sentido. FIN